"El último espadón", vuelta al universo de Blake y Mortimer
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La entrega, si no anual al menos felizmente periódica de las aventuras de Blake y Mortimer -esta que hoy me ocupa la vigésimo octava, puesta a la venta bajo el título de El último espadón en estos meses-, me ha devuelto el júbilo que experimenté en los años 80, cuando descubrí la colección en sus primeras traducciones españolas, las publicadas en aquella década por Ediciones Junior, un antiguo sello de Grijalbo. No mucho después, esta misma editorial ponía a la venta los primeros títulos en nuestro idioma de las aventuras de Lefranc y aquellos tebeos densos, de dibujos precisos y detallistas que me ganaron al principio de mi experiencia lectora con las aventuras de Tintín, volvieron a serme dados. Ya al final de la década descubrí a Cori el grumete -éste en Editorial Juventud, como Tintín, el padre putativo de todos ellos- y, con tanto buen cómic, me vi inmerso en una epifanía que creí perdida para siempre con mis primeros años.
Yo venía leyendo tebeos desde antes de saber leer, cuando me bastaba con la fascinación que ejercían sobre mí los dibujos de sus viñetas. Fue un recorrido iniciado con Pumby, el inolvidable gato feliz creado por José Sanchís Grau para la Editorial Valenciana.
Naturalmente, también fui un ávido lector de todas las revistas de Bruguera: Tiovivo, DDT, Din Dan, Trueno color, Jabato color... Era tanta mi afición a las historietas que -después de leer sistemáticamente las aventuras de Tintín entre los tres y los dieciséis años- me pasé al underground de Robert Crumb -el gato Fritz, Mr. Natural-, de Gilbert Shelton -Los fabulosos Freaks Brothers- e incluso el de los españoles Gallardo y Mediavilla y su inefable Makoki. El rey del underground patrio que fuera este último. Fugado del frenopático cuando los loqueros se disponían a aplicarle unas descargas en el coco, Makoki también fue el rey de la línea chunga, no muy diferente del underground, bien es cierto. Descubrí todo este cómic en la revista Star -verdadero hito en mi educación sentimental- y en la prensa marginal de la época.
Nada de lo leído después de acabar Tintín y los pícaros (1976), la última aventura del infatigable reportero de Le Petit Vingtième; nada de lo leído después de Hergé, hasta ese descubrimiento con calidad de epifanía de la obra de sus discípulos en los años 80, puede compararse en meticulosidad a la línea clara, pues de eso se trata en definitiva. Makoki era muy divertido. Atesoro todas sus aventuras y su dibujante, el ya finado Miguel Angel Gallardo, merece toda mi admiración y mi respeto. Ahora bien, en cuanto a elaboración, los dibujos de Makoki no tienen ni punto de comparación con los de Edgar P. Jacobs (Blake & Mortimer), Jacques Martín (Lefranc, Alix) o Bob de Moor (Cori el grumete).
La única historieta española que, remotamente, se acerca al detallismo de la línea clara es El sulfato atómico, uno de los primeros álbumes de Mortadelo y Filemón. Tengo a Ibáñez en tan alta estima como cualquier otro lector entusiasta de las revistas de Bruguera, pero El sulfato..., a fe mía su álbum más logrado, en sus últimas páginas, acaba adoleciendo del detallismo de sus primeras viñetas. No hay duda de que el estajanovismo al que se ha visto obligado Ibáñez a lo largo de toda su carrera ha ido en detrimento de la meticulosidad de sus trabajos. Creo haber leído -o escuchado- al propio autor manifestándose en este mismo sentido. Puede que, si los historietistas españoles hubieran estado tan bien pagados como los franceses y los belgas, los fondos de nuestros nacionales, por poner un ejemplo, hubiesen estado tan elaborados como los de Hergé y sus discípulos.
Pues bien, El último espadón, en una primera instancia, me ha devuelto a aquella epifanía de los 80, toda una edad de oro de la línea clara, al menos en lo que al panorama editorial español se refiere. Y no ha sido únicamente por su referencia a los tres primeros álbumes de la serie original, que, como este vigésimo octavo, giraban en torno a un prodigioso avión ideado por el profesor Philip Mortimer, capaz de sumergirse en el agua y, desde ella, elevar su vuelo supersónico: el espadón que puso fin a la guerra mundial desatada por el imperio amarillo liderado por el emperador Badam-Damdu. Ha sido, asimismo, por el rigor que rezuman sus viñetas y sus bocadillos, que siempre han pasado por ser unos de los más densos de todo el noveno arte: la densidad de ahora sigue siendo la misma que la de entonces y viceversa.
Amo la línea clara no sólo por la legibilidad a ultranza de sus dibujos, también por el detallismo de éstos y la complejidad de sus argumentos. El de El último espadón perfectamente podría haber sido plausible pues el independentismo irlandés colaboró con los alemanes en contra del Reino Unido las dos guerras mundiales. Jean Van Hamme, el guionista, nos propone una historia perfectamente plausible. Un standartenführer de las SS, que perdió un brazo en la batalla de las Ardenas, se pone en contacto con una célula del IRA, integrada por un tal Milligan y sus hijos. Les une el deseo de volar Buckingham Palace con el último de los cinco espadones no destruidos durante la guerra contra el imperio amarillo. De los otros cuatro, se encarga a su debido tiempo el coronel Olrik, en esta ocasión disfrazado del oficial inglés al que ha asesinado en las primeras viñetas...
Con todo, lo que más estimo en cada nueva entrega de Blake y Mortimer, es la comunión con esa excelencia de la línea clara que me permite. En uno de mis comentarios anteriores he llegado a decir que eso de continuar las aventuras de un personaje tras la muerte de su autor convertía la colección en una especie de cachondeo. Me retracto de cuanto escribí a este respecto. Esa prolongación, al menos en lo que a los amigos del Centaur Club se refiere, es lo que me permite esa comunión con el universo de sus personajes y ese rigor que es marchamo de Hergé y sus ya innumerables discípulos, pues lo son todos los historietistas que participan en las aventuras de Blake y Mortimer.
En esta ocasión el reencuentro con tanta dicha ha sido especialmente halagüeño pues venía de la lectura de la serie original de El triángulo secreto, de Didier Convard (guión) y Dennis Falque (dibujo), cuyos últimos álbumes me han resultado decepcionantes: un guión manido -una más de las intrigas en torno al Vaticano- y un dibujo que a mí se me antoja disperso porque los contornos de las figuras no están definidos mediante esa línea que tengo en tan alta estima. Ciertamente, en los abundantes flashbacks a los orígenes del asunto, las viñetas son otra cosa, mucho más próximas a esa epifanía, que siempre es para mí el regreso a la línea clara.
El último espadón lo ha sido especialmente porque Van Hamme retoma el primer asunto tratado por Jacobs en la serie original. Es decir, comulga con el canon como yo con el universo de Blake y Mortimer. Por si fuera poco, Nasir vuelve a hacer acto de presencia. Todo es gracia.
Publicado el 29 de junio de 2022 a las 07:00.